agosto 08, 2011

¿Alguna vez tuve creencias religiosas?

Entre otras formas de interacción por Internet, tengo una cuenta de Formspring donde cualquiera puede preguntarme lo que quiera, y donde respondo, por supuesto, lo que yo quiero (puede usted verla y hacer preguntas, si quiere, aquí, aunque no me comprometo a responder todo, obviamente).

Una pregunta que me han hecho hoy me evocó una respuesta tremendamente larga que quiero compartir con quienes no leen mi Formspring.

La pregunta (anónima, por cierto) era: "¿Alguna vez tuviste creencias religiosas?"

Mi respuesta:

Ya lo he relatado: no. Nunca. De niño vivía frente a una iglesia, y teniendo una madre y una familia extendida fervorosísimamente católicas hasta rozar el fanatismo, era obvio que yo quería ser parte de eso. Me cruzaba la calle y me metía al moderno edificio (allí sigue) y veía que la gente hablaba con los muñecos de yeso y madera y parecía que se lo pasaba bien, se mecían, cerraban los ojos, murmuraban plegarias, se arrobaban, salían de confesarse con la convicción de que si en ese momento les caía un meteorito irían directo al cielo, en fin... que habría sido genial creer. Y yo cerraba los ojos y le hablaba a dios y me sentía infantilmente imbécil porque todo el asunto parecía ridículo. Quería creer, pero no podía. ¿Cómo los monigotes de yeso y madera eran tan poderosos y a mi alrededor el mundo era tan tremendamente mejorable? De cuando en cuando, si uno se despertaba temprano, podía ver despegues de cohetes espaciales desde Cabo Cañaveral (si yo tenía 7 años estamos hablando de cápsulas Mercury), y si se quedaba despierto hasta tarde podía ver Twilight Zone, Outer Limits y One Step Beyond (o sea, La dimensión desconocida y Rumbo a lo desconocido y Un paso al más allá). Sonaban más emocionantes que lo que me contaban en la iglesia, y la misa en latín era más aburrida que lamer una sandía.

Mi madre se acercó al Opus Dei, asunto de gente de plata que nosotros no éramos, gracias a una gran amiga suya que además era medio prestanombres de la iglesia (aún estaban vigentes las leyes de Reforma que destruyó Salinas), y allá me ves en las casas del Opus, haciendo excursionismo a Pico de Águila con el Opus, rezando el Angelus y tal, y escuchando por las tardes historias de horror pío destinadas a instaurar en nosotros, sobre todo, el miedo a su dios y sobre todo el miedo a no creer en él. Y a mí me seguía sonando todo a cuento, no le veía lógica. Y afuera había cápsulas Gemini, e historias sobre misterios espaciales y relatos de dinosaurios y Star Trek...

Llegó mi primera comunión de suerte (a los 12 años o así) porque los cuentos de las monjas en el catecismo eran todavía más fantásticos que los de Edgar Allan Poe que yo ya leía y me costaba no hacerles preguntas que, ya lo sabía entonces, me iban a ganar pocos concursos de popularidad. Seguía queriendo creer para sentirme más cerca de mi madre y mi familia, pero siempre una vocecita dentro de mí decía que todas esas historias eran indistinguibles de las de Walt Disney y que mi familia se engañaba cuando depositaba sus esperanzas en esos muñecos yacentes de Ecce Homos sangrantes, exhibidos en cajas de cristal, como esperando que llegara el CSI. Luego estaban los amigos judíos de las escuelas de ricos donde el tesón de mi madre me puso a estudiar, siempre en calidad del pobre del grupo, que tampoco parecían tener una relación muy sana con la realidad por cuanto a la religión, especialmente los más ortodoxos, cuyos padres se construían una choza en sus lujosos jardines para pasar como parias la Pascua y consideraban que había comida impura no por cosas de enfermedad, sino por no ser preparada según un ritual determinado. Todo me sonaba muy raro. Y por allí el token musulmán o protestante, claro.

Pasado por mis primeras vivencias políticas (el 68 de refilón a los 13 años) y debates que exigían razonar, pasando la secundaria con profesores magníficos como Serralde, el abogado indígena que nos daba civismo y nos agitaba con ideas de justicia, Güicho, el de biología que se mataba porque entendiéramos que esto de la vida era un asunto asombroso o el profe Francisco Souza, que nos enseñó tres cursos de física en un año, más la lectura de montones de libros que en mi familia se consideraban una forma de "tirar el dinero", entre ellos La Biblia, a los 16 años corté de plano con una iglesia que no me había convencido nunca. La desazón entre mi familia fue tan terrible que creo que continúa, pero debo reconocer que nunca me sentí parte de ellos, y ellos, recíprocamente, tampoco me vieron nunca con buenos ojos, entre otras cosas, de manera muy relevante, porque nunca me tomé en serio su religión.